viernes, 31 de octubre de 2014

¡Vive! el Día de Muertos


Catrina, calavera, calaca, dientona, huesuda, flaca, fría, tilica, ciriaca, tiesa, pelona, la “tía de las muchachas”, póngale el nombre que quiera, los mexicanos la han colocado como personaje central de la ofrenda de Día de Muertos en una tradición religiosa que paradójicamente no muere.
En la ofrenda de Día de Muertos entran en armonía elementos prehispánicos y de la Iglesia Católica, comparten el espacio la cruz y la figura del perro izcuintle, la mirra y el copal, la calavera y las veladoras.
Es una mezcla de lo pagano con lo católico, habrá que recordar que el mexicano juega con la muerte, y en esta temporada es el momento de recordar a quienes partieron al Mictlán.
Los estudiosos del tema señalan que la ofrenda es compartir con los difuntos el pan, la sal, las frutas, el agua, y si son adultos, el vino.
La fiesta de muertos está vinculada con el calendario agrícola prehispánico, porque es la única fiesta que se celebraba cuando iniciaba la recolección o cosecha. Es decir, es el primer gran banquete después de la temporada de escasez de los meses anteriores y que se compartía hasta con los difuntos.
Y es que la Ofrenda de Muertos debe tener varios elementos esenciales e imprescindibles para recibir a las ánimas:
El agua, es la fuente vida y se ofrece a las ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y se fortalezcan para su regreso.
La sal es el elemento de purificación, sirve para que el cuerpo no se corrompa, en su viaje de ida y vuelta para el siguiente año.
El pan, que es el ofrecimiento fraternal, y en México se coloca el tradicional Pan de Muerto, cuyas características son un elemento representativo de la temporada. En la etapa prehispánica se utilizaban Golletes, especie de pan en forma de rueda que se colocaba sostenido por trozos de caña. Los panes simbolizaban los cráneos de los enemigos vencidos y las cañas las varas donde se ensartaban.
Velas y veladoras, la flama que producen son “la luz”, la fe, la esperanza. Es la guía para que las ánimas lleguen a sus antiguos lugares y alumbran el regreso a su morada. En algunas culturas se coloca una vela por cada difunto.
Las calaveras de azúcar o amaranto son alusión a la muerte siempre presente. Además está el papel picado para adornar el altar.
Una cruz de ceniza la cual sirve para que al llegar el ánima hasta el altar pueda expiar sus culpas pendientes.
Hay también elementos prehispánicos fundamentales, porque lo que no debe faltar en los altares para niños es el perrito izcuintle de barro, para que las ánimas de los pequeños se sientan contentas al llegar al banquete. El perrito les ayuda a las almas a cruzar el caudaloso río Chiconauhuapan, que es el último paso para llegar al Mictlán.
Los dulces tradicionales de coco, chocolate, o cacahuate eran preparados con cariño para los niños difuntos.
Las flores no pueden faltar, son símbolo de festividad por sus colores y estelas aromáticas. Adornan el lugar durante la estancia del ánima. El alhelí, la nube y el cempasúchil no pueden faltar, está última es la flor amarilla cuyo nombre en náhuatl es zempoalxóchitl, que significa efeméride de la muerte.
El copal y el incienso son elementos que subliman la oración o alabanza, al igual que el cigarro hecho con picietl, envuelto en hoja de maíz que era utilizado en tiempos pasados. Fumar era considerado un acto ritual y placentero. El humo comunicaba la tierra y el cielo.
En México el Día de Muertos es una celebración que rebasa el festejo, es un diálogo con la otra vida, una tradición religiosa que nos permite hablar con los que “ya se fueron”, “con los que se nos adelantaron”, es un acto de comunicación trascendental, mágico y sagrado.
Es una comunicación donde los muertos son nuestra raíz, nuestra savia, el equilibrio aquí en la tierra y el cosmos.

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