Catrina, calavera, calaca, dientona, huesuda,
flaca, fría, tilica, ciriaca, tiesa, pelona, la “tía de las muchachas”, póngale
el nombre que quiera, los mexicanos la han colocado como personaje central de
la ofrenda de Día de Muertos en una tradición religiosa que paradójicamente no
muere.
En la ofrenda de Día de Muertos entran en
armonía elementos prehispánicos y de la Iglesia Católica, comparten el espacio
la cruz y la figura del perro izcuintle, la mirra y el copal, la calavera y las
veladoras.
Es una mezcla de lo pagano con lo católico,
habrá que recordar que el mexicano juega con la muerte, y en esta temporada es
el momento de recordar a quienes partieron al Mictlán.
Los estudiosos del tema señalan que la
ofrenda es compartir con los difuntos el pan, la sal, las frutas, el agua, y si
son adultos, el vino.
La fiesta de muertos está vinculada con el
calendario agrícola prehispánico, porque es la única fiesta que se celebraba
cuando iniciaba la recolección o cosecha. Es decir, es el primer gran banquete después
de la temporada de escasez de los meses anteriores y que se compartía hasta con
los difuntos.
Y es que la Ofrenda de Muertos debe tener
varios elementos esenciales e imprescindibles para recibir a las ánimas:
El agua, es la fuente vida y se ofrece a las
ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y se fortalezcan
para su regreso.
La sal es el elemento de purificación, sirve
para que el cuerpo no se corrompa, en su viaje de ida y vuelta para el
siguiente año.
El pan, que es el ofrecimiento fraternal, y
en México se coloca el tradicional Pan de Muerto, cuyas características son un
elemento representativo de la temporada. En la etapa prehispánica se utilizaban
Golletes, especie de pan en forma de rueda que se colocaba sostenido por trozos
de caña. Los panes simbolizaban los cráneos de los enemigos vencidos y las
cañas las varas donde se ensartaban.
Velas y veladoras, la flama que producen son
“la luz”, la fe, la esperanza. Es la guía para que las ánimas lleguen a sus
antiguos lugares y alumbran el regreso a su morada. En algunas culturas se
coloca una vela por cada difunto.
Las calaveras de azúcar o amaranto son
alusión a la muerte siempre presente. Además está el papel picado para adornar
el altar.
Una cruz de ceniza la cual sirve para que al
llegar el ánima hasta el altar pueda expiar sus culpas pendientes.
Hay también elementos prehispánicos
fundamentales, porque lo que no debe faltar en los altares para niños es el
perrito izcuintle de barro, para que las ánimas de los pequeños se sientan
contentas al llegar al banquete. El perrito les ayuda a las almas a cruzar el
caudaloso río Chiconauhuapan, que es el último paso para llegar al Mictlán.
Los dulces tradicionales de coco, chocolate,
o cacahuate eran preparados con cariño para los niños difuntos.
Las flores no pueden faltar, son símbolo de
festividad por sus colores y estelas aromáticas. Adornan el lugar durante la
estancia del ánima. El alhelí, la nube y el cempasúchil no pueden faltar, está
última es la flor amarilla cuyo nombre en náhuatl es zempoalxóchitl, que
significa efeméride de la muerte.
El copal y el incienso son elementos que
subliman la oración o alabanza, al igual que el cigarro hecho con picietl,
envuelto en hoja de maíz que era utilizado en tiempos pasados. Fumar era considerado
un acto ritual y placentero. El humo comunicaba la tierra y el cielo.
En México el Día de Muertos es una celebración
que rebasa el festejo, es un diálogo con la otra vida, una tradición religiosa
que nos permite hablar con los que “ya se fueron”, “con los que se nos
adelantaron”, es un acto de comunicación trascendental, mágico y sagrado.
Es una comunicación donde los muertos son nuestra raíz, nuestra savia,
el equilibrio aquí en la tierra y el cosmos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario