Raúl Arana Álvarez es un
ejemplo del arqueólogo todoterreno, su andar se ha hecho en las veredas de la
inabarcable orografía mexicana y en el caos de asfalto que es la Ciudad de
México, en cuyo corazón, una noche de plenilunio, vio despertar de un sueño de
500 años a la diosa Coyolxauhqui.
Este nayarita, el tercero de
diez hermanos, tiene 76 años, la misma edad que su casa: el Instituto Nacional
de Antropología e Historia (INAH). Esta institución ha sido su mundo desde hace
medio siglo. “Me dio todo. Ahí encontré mi vocación; a Carmen, mi esposa;
alegrías absolutas en el campo y en las aulas”, dice conmovido.
Apenas el pasado octubre,
con un sonoro y dilatado aplauso, sus innumerables amigos, entre colegas y
alumnos, dibujaron esa sonrisa amplia y franca tan suya, durante el
reconocimiento que el INAH le dio por una trayectoria que lo une con los
grandes maestros de la antropología mexicana.
Se recuerda que bajo el
pavimento de la vetusta “Ciudad de los Palacios”, otra deidad, colosal en sus
dimensiones, aguardaba al arqueólogo. El 23 de febrero de 1978, atendiendo la
solicitud de un ingeniero que coordinaba trabajos para la instalación de un
generador eléctrico en las céntricas calles de Guatemala y Argentina, el
maestro Raúl Arana tuvo uno de los encuentros más mágicos de su carrera.
De espaldas a la
desaparecida Librería Robredo, orientado por la luz de la luna llena que
coronaba el cielo esa noche de jueves, el arqueólogo asomó su rostro y avistó
el monolito de la diosa de la luna Coyolxauhqui:
“Creo que me transporté en el tiempo y sentí
que era una piedra nunca vista desde hacía siglos, que no había sido removida
de su lugar, que no formaba parte de un escombro o de un relleno, o que hubiera
sido trasladada de su espacio original como le pasó a la Piedra del Sol o a la
Coatlicue. Era algo maravilloso. Me pareció que todo fue en un segundo, como
una visión.
A la vida de Raúl Arana
podría aplicarse la máxima de Confucio que reza: Elige un trabajo que te guste
y no tendrás que trabajar ningún día de tu vida, pero las sendas que definen la
vocación suelen ser caprichosas. Antes de comenzar su historia en el INAH,
ejercía como abogado y en más de una ocasión asistió al desalojo de inquilinos,
tarea ingrata y dolorosa a la que nunca se acostumbró.
Pero un buen día de 1963, al
cruzar el umbral del viejo Museo Nacional, en la calle Moneda, al cabizbajo
abogado le cambió la suerte.
“Una mujer me entregó varios folletos sobre
las profesiones que se impartían en la Escuela Nacional de Antropología e
Historia (ENAH) e insistió en inscribirme porque era el último día para
hacerlo”. Los nombres de un par de profesores: Wigberto Jiménez Moreno y Pablo
Martínez del Río, que aparecían en los planes de carrera, decidieron el fallo.
“Yo pensé que esas personas, varias de ellas
autores de libros que leí en la preparatoria cuando vivía en Tepic, estaban
muertos. Pero no. Vivían y daban clases en la Escuela de Antropología, alojada
en el museo. Toda una generación de grandes maestros que desarrollaron la
historia y la antropología en el país”.
La pasión compartida con su
esposa por los viajes, las culturas del mundo y las artesanías en general salta
a la vista. Como en una galería de curiosidades, sobre las repisas, vitrinas y
paredes de su casa, emergen en perfecto orden animales en miniatura, coloridos
armadillos y peces, matrioskas, vajillas asiáticas e imágenes de deidades
prehispánicas como Coyolxauhqui y Mictlantecuhtli.
Raúl Arana, El señor de
Iztapalapa, aparece vivaz en un par de retratos, uno de ellos lo firma el
artista Pancho Cárdenas. Con el Cerro de la Estrella y su pirámide del Templo
del Fuego Nuevo como telón de fondo, aparece con sombrero y cruzado de brazos
en mangas de camisa… la imagen prototípica del arqueólogo, aunque esto —se
lamenta— ha ido cambiando, pues “ahora los chicos toman los perfiles
estratigráficos con su cámara. No se quieren ensuciar ni que les pegue el sol”.
Para él, “la arqueología es
una carrera donde la convivencia con las comunidades es fundamental, y a su vez
es fascinante descubrir a través de los restos arqueológicos la comprensión que
nuestros antepasados lograron de los distintos ecosistemas y el desarrollo
tecnológico que alcanzaron para integrar verdaderas civilizaciones. Es una
lucha de superación constante, eso es lo que caracteriza al ser humano de todos
los tiempos”.
Los primeros años de
ejercicio profesional fueron de efervescencia, comenta Raúl Arana. Las ramas de
la antropología experimentaron un auge con el traslado de la ENAH y las
colecciones del museo a las nuevas instalaciones en el Bosque de Chapultepec;
al mismo tiempo, el desarrollo del país exigía proyectos de infraestructura que
el Instituto debía seguir paso a paso para recuperar en la medida de lo posible
los vestigios culturales.
A los recorridos de
prospección en la región poblana, los cuales representaron su primera incursión
en campo, continuaron proyectos de salvamento arqueológico para la construcción
de cuatro centrales hidroeléctricas, dos de ellas en Guerrero y un par más en
Tabasco. El joven arqueólogo anduvo el cauce del río Balsas y las planicies del
Grijalva, reconociendo sitios que después serían inundados en el vaso de las
represas.
La modernización del país
transformaba el paisaje del campo y de las ciudades, éstas se expandían como
los tentáculos de un voraz pulpo de concreto. Para Raúl Arana, una de sus
experiencias más formativas la adquirió elaborando estrategias de salvamento
arqueológico en la traza de las tres primeras líneas del Metro del Distrito
Federal.
En el corazón de la
megalópolis, atravesado por un arrítmico gusano naranja, 54 millones de personas cruzan al año la que
se considera la zona arqueológica más pequeña de México, la cual pudo ser
rescatada gracias a Raúl Arana, con los recursos y los argumentos con que se contaba
en los años 60, en tanto faltaba una legislación en la materia que los
protegiera totalmente de la destrucción.
En la intersección de
la estación Pino Suárez y sobre escasos 80 m², un altar mexica donde alguna vez
se adoró a Ehécatl Quetzalcóatl (un dios con la efigie de un mono), se levanta
como testimonio de ese pasado que yace aún en las entrañas del monstruo de
asfalto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario